«Daré más guerra muerto que vivo», dijo con sardónico humorismo -según relatan sus más autorizados biógrafos- Francesco Forgione cuando ya era fraile capuchino con el nombre de padre Pío y había protagonizado un enésimo "incidente" con el Santo Oficio, que lo tenía encañonado por su fama de taumaturgo y, de modo especial, por los estigmas visibles en sus manos y pies desde el 20 de septiembre de 1918.
El tiempo ha venido a darle la razón, porque desde que murió, el 23 de septiembre de 1968, su fama de santidad no ha dejado de aumentar; si ya su beatificación el 2 de mayo de 1999 convocó en Roma a una enorme multitud, su definitiva elevación a los altares el domingo 16 de junio de 2002 ha batido todos los récords conocidos, siendo considerada, con toda razón, la más multitudinaria en la historia secular de la Iglesia. Según fuentes oficiales de la policía y de los organizadores, fueron más de 350.000 los fieles de todo el mundo que asistieron personalmente a la ceremonia presidida por Juan Pablo II en el Vaticano; a ellos hay que sumar los 50.000 que siguieron en directo por televisión el rito litúrgico desde el santuario de San Giovanni Rotondo, donde reposan sus restos, y algunos miles más desde su Pietrelcina natal.
La larga ceremonia -la transmisión de la cadena estatal RAI comenzó a las ocho y media de la mañana y se prolongó hasta bien pasado el mediodía- fue seguida por varios millones de telespectadores en Italia y en diversos países del mundo conectados a través de "mundovisión"; está prevista la inmediata salida al mercado de un vídeo en múltiples lenguas que se venderá tan bien como todos los que le han precedido, confirmando de esta manera que estamos ante un singular fenómeno mediático. No hubo periódico italiano, de todas las tendencias, que no saliese el lunes con sus titulares de portada dedicados a este acontecimiento singular.
Hay que decir, además, que los que asistieron en Roma a la canonización dieron pruebas de una capacidad de resistencia física extraordinaria, ya que los rigores meteorológicos fueron particularmente severos y el termómetro llegó a marcar en la Plaza de San Pedro temperaturas muy cercanas a los 40 grados con un elevado índice de humedad. Los voluntarios repartieron más de 200.000 botellas de agua y, en varios momentos, la multitud fue literalmente regada para amainar sus calores. Aun así, los diversos servicios médicos tuvieron que atender a más de 700 personas víctimas de sofocones, taquicardias, bajadas de tensión y otros incidentes típicos de estas situaciones. Por fortuna, no hubo que lamentar ninguna víctima, ya que los servicios de emergencia funcionaron con rapidez y eficacia.
Prueba superada
Todos, por otra parte, estábamos muy pendientes de Karol Wojtyla, para el que presidir el rito litúrgico en esas circunstancias constituía un desafío más audaz de los que ya tiene que afrontar habitualmente en el desempeño de su ministerio. El Papa superó la prueba con bastante garbo, leyó entera su homilía incluyendo algunas cortas improvisaciones, a la hora del Ángelus utilizó varias lenguas diferentes como es habitual; si bien es verdad que renunció a distribuir la comunión para no fatigarse aún más de lo necesario, cuando culminó la misa, en vez de limitarse a dar una pequeña vuelta con el jeep descapotable por la Plaza de San Pedro, dio orden al chófer de enfilar la Via della Conciliazione hasta el final para que pudieran verle de cerca las decenas de millares de fieles que habían seguido toda la ceremonia a través de diez pantallas gigantes de televisión.
Ni que decir tiene que esta decisión personal del Papa sorprendió a sus colaboradores, incluido su secretario, monseñor Dziwisz, y constituyó una dura prueba para los agentes de su escolta -comenzando por el jefe de su seguridad, el ya no joven Camillo Cibin-, que tuvieron que recorrer a buen paso un kilómetro en el momento más caluroso de la jornada. Gajes del oficio, debieron decir para sí los hombres que se juegan la vida para defender la del Pontífice de posible agresores (un alemán fue detenido manu militari cuando intentó acercarse demasiado a Karol Wojtyla sin que todavía haya podido saberse cuáles eran sus intenciones).
Evidentemente, para Juan Pablo II canonizar al padre Pío ha constituido una satisfacción también personal. Es de todos conocido, en efecto, que siendo joven sacerdote durante su estancia en Roma (1947), visitó al capuchino, ya por entonces bastante famoso, y que incluso se confesó con él; dos veces más volvió a San Giovanni Rotondo: siendo cardenal de Cracovia en 1974 y Papa, el 23 de mayo de 1987, provocando cierto revuelo en los ambientes más conservadores de la Curia por haber orado públicamente ante la tumba del religioso cuyo proceso para declarar sus virtudes heroicas estaba en pleno desarrollo. También es público que el arzobispo de Cracovia escribió dos cartas manuscritas al fraile capuchino: la primera, pidiéndole sus oraciones para que Wanda Poltawska, una madre de familia conocida suya, se viese liberada del cáncer que padecía; y la segunda, agradeciéndole la "gracia recibida".
Eran exactamente las 10:24 horas de la mañana del domingo 16 de junio de 2002, cuando el Sumo Pontífice, concluidas las letanías de los santos, con voz algo trémula pero inteligible, dio lectura a la fórmula de canonización:«Beatum Pium a Pietrelcina Sanctum esse decernimus et definimus ac Sanctorum catalogo adscribimus»(«Declaramos y definimos que el Beato Pío de Pietrelcina es Santo y le inscribimos en el catálogo de los santos»). Más adelante, anunció que, a partir de ahora, su fiesta será celebrada en toda la Iglesia universal el 23 de septiembre, fecha de su fallecimiento o "nacimiento para el cielo", desplazando del calendario litúrgico nada menos que al Papa Lino, primer sucesor del Apóstol Pedro en la sede romana.
La gloria de la cruz
En su breve homilía, el Santo Padre destacó como característica de la personalidad del nuevo Santo la "gloria de la cruz". «¡Qué actual es -subrayó- la espiritualidad de la cruz vivida por el humilde capuchino de Pietrelcina! Nuestro tiempo tiene necesidad de redescubrir su valor para abrir los corazones a la esperanza. En toda su existencia buscó una mayor conformidad con el Crucificado, teniendo muy clara conciencia de haber sido llamado a colaborar de modo peculiar en la obra de la redención. Sin esta referencia a la cruz no se comprende su santidad».
Más adelante, Juan Pablo II quiso, igualmente, poner énfasis en la especial importancia que tuvo en la vida del padre Pío el sacramento de la Penitencia (pasaba, como narran sus biografías, muchas horas del día atendiendo a largas filas de penitentes). «El ministerio del confesionario -dijo a este propósito-, que constituye uno de los trazos distintivos de su apostolado, atraía innumerables multitudes de fieles al convento de San Giovanni Rotondo. Aun cuando este singular confesor trataba a los peregrinos con aparente dureza, éstos, una vez tomada conciencia de la gravedad del pecado y sinceramente arrepentidos, volvían casi siempre para recibir el abrazo pacificador del perdón sacramental».
Fuera de Italia es difícil darse cuenta de la excepcional popularidad de este santo trasversal a las diversas corrientes políticas, ideológicas e incluso religiosas. Al frente de la delegación oficial del Gobierno figuraba su vicepresidente, Gianfranco Fini, pero estaban presentes siete ministros del Gobierno Berlusconi; el gobernador del Banco de Italia, Antonio Fazzio; el incombustible Giulio Andreotti; el alcalde de Roma, Walter Veltroni; e incluso el presidente de la región de Campania, el ex comunista Antonio Bassolino; y una serie interminable de figuras del cine, del mundo del espectáculo, de las finanzas, del deporte, de la magistratura y del ejército. Personas totalmente dispares con un único común denominador: la devoción al padre Pío, con cuya efigie estos días se han vendido -es un fenómeno inevitable- centenares de miles de los objetos más diversos y discutibles desde el punto de vista estético y religioso.
Son muchos los que se han preguntado públicamente por las razones de este fenómeno de masas tan desconcertante en algunos aspectos. La respuesta quizás más convincente es que se trata de un auténtico "santo del pueblo", de un hombre que supo siempre hablar y amar a la gente sencilla, a los que sufren las adversidades de la vida y los dolores; han sido éstos los que, en definitiva, contra los recelos de los exquisitos y de los puristas, contra el parecer de no pocos eminentes doctores de la Iglesia, han acabado por llevarlo a los altares.
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Plaza de San Pedro, domingo 16 de junio de 2002
1. "Mi yugo es suave y mi carga ligera" (Mt 11, 30).
Las palabras de Jesús a los discípulos que acabamos de escuchar nos ayudan a comprender el mensaje más importante de esta solemne celebración. En efecto, en cierto sentido, podemos considerarlas como una magnífica síntesis de toda la existencia del padre Pío de Pietrelcina, hoy proclamado santo.
La imagen evangélica del "yugo" evoca las numerosas pruebas que el humilde capuchino de San Giovanni Rotondo tuvo que afrontar. Hoy contemplamos en él cuán suave es el "yugo" de Cristo y cuán ligera es realmente su carga cuando se lleva con amor fiel. La vida y la misión del padre Pío testimonian que las dificultades y los dolores, si se aceptan por amor, se transforman en un camino privilegiado de santidad, que se abre a perspectivas de un bien mayor, que sólo el Señor conoce.
2. "En cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo" (Ga 6, 14).
¿No es precisamente el "gloriarse de la cruz" lo que más resplandece en el padre Pío? ¡Cuán actual es la espiritualidad de la cruz que vivió el humilde capuchino de Pietrelcina! Nuestro tiempo necesita redescubrir su valor para abrir el corazón a la esperanza.
En toda su existencia buscó una identificación cada vez mayor con Cristo crucificado, pues tenía una conciencia muy clara de haber sido llamado a colaborar de modo peculiar en la obra de la redención. Sin esta referencia constante a la cruz no se comprende su santidad.
En el plan de Dios, la cruz constituye el verdadero instrumento de salvación para toda la humanidad y el camino propuesto explícitamente por el Señor a cuantos quieren seguirlo (cf. Mc 16, 24). Lo comprendió muy bien el santo fraile del Gargano, el cual, en la fiesta de la Asunción de 1914, escribió: "Para alcanzar nuestro fin último es necesario seguir al divino Guía, que quiere conducir al alma elegida sólo a través del camino recorrido por él, es decir, por el de la abnegación y el de la cruz" (Epistolario II, p. 155).
3. "Yo soy el Señor, que hago misericordia" (Jr 9, 23).
El padre Pío fue generoso dispensador de la misericordia divina, poniéndose a disposición de todos a través de la acogida, de la dirección espiritual y especialmente de la administración del sacramento de la penitencia. También yo, durante mi juventud, tuve el privilegio de aprovechar su disponibilidad hacia los penitentes. El ministerio del confesonario, que constituye uno de los rasgos distintivos de su apostolado, atraía a multitudes innumerables de fieles al convento de San Giovanni Rotondo. Aunque aquel singular confesor trataba a los peregrinos con aparente dureza, estos, tomando conciencia de la gravedad del pecado y sinceramente arrepentidos, volvían casi siempre para recibir el abrazo pacificador del perdón sacramental.
Ojalá que su ejemplo anime a los sacerdotes a desempeñar con alegría y asiduidad este ministerio, tan importante también hoy, como reafirmé en la Carta a los sacerdotes con ocasión del pasado Jueves santo.
4. "Tú, Señor, eres mi único bien".
Así hemos cantado en el Salmo responsorial. Con estas palabras el nuevo santo nos invita a poner a Dios por encima de todas las cosas, a considerarlo nuestro único y sumo bien.
En efecto, la razón última de la eficacia apostólica del padre Pío, la raíz profunda de tan gran fecundidad espiritual se encuentra en la íntima y constante unión con Dios, de la que eran elocuentes testimonios las largas horas pasadas en oración y en el confesonario. Solía repetir: "Soy un pobre fraile que ora", convencido de que "la oración es la mejor arma que tenemos, una llave que abre el Corazón de Dios". Esta característica fundamental de su espiritualidad continúa en los "Grupos de oración" fundados por él, que ofrecen a la Iglesia y a la sociedad la formidable contribución de una oración incesante y confiada. Además de la oración, el padre Pío realizaba una intensa actividad caritativa, de la que es extraordinaria expresión la "Casa de alivio del sufrimiento". Oración y caridad: he aquí una síntesis muy concreta de la enseñanza del padre Pío, que hoy se vuelve a proponer a todos.
5. "Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque (...) has revelado estas cosas a los pequeños" (Mt 11, 25).
¡Cuán apropiadas resultan estas palabras de Jesús, cuando te las aplicamos a ti, humilde y amado padre Pío!
Enséñanos también a nosotros, te lo pedimos, la humildad de corazón, para ser considerados entre los pequeños del Evangelio, a los que el Padre prometió revelar los misterios de su Reino.
Ayúdanos a orar sin cansarnos jamás, con la certeza de que Dios conoce lo que necesitamos, antes de que se lo pidamos.
Alcánzanos una mirada de fe capaz de reconocer prontamente en los pobres y en los que sufren el rostro mismo de Jesús.
Sostennos en la hora de la lucha y de la prueba y, si caemos, haz que experimentemos la alegría del sacramento del perdón.
Transmítenos tu tierna devoción a María, Madre de Jesús y Madre nuestra.
Acompáñanos en la peregrinación terrena hacia la patria feliz, a donde esperamos llegar también nosotros para contemplar eternamente la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.