Para animarnos
a sufrir de buena gana las tribulaciones que la divina piedad nos prodiga,
tengamos fija nuestra mirada en la patria celestial reservada para nosotros,
contemplémosla, mirémosla incesantemente con particular atención. Alejemos la
mirada, por otra parte, de los bienes que se ven, entiendo hablar de los bienes
terrenos, pues su vista arrebata y distrae al alma y adulteran nuestros
corazones; ellos hacen sí que nuestra mirada no esté toda en la patria celestial.
Escuchemos lo
que el Señor nos dice a propósito por boca de su santo apóstol Pablo: «A cuantos no ponemos nuestros ojos en las
cosas visibles, sino en las invisibles». Y es muy justo que nosotros
contemplemos los bienes celestiales, no preocupándonos de los terrenos, porque
esos son eternos, estos transitorios.
¿Qué diremos
nosotros si nos detuviésemos ante un pobre campesino, que estuviese casi
atónito contemplando un río que corre con suma velocidad? Quizás nosotros nos
pondremos a reír, y tendríamos razón. ¿No es una locura detener la mirada en lo
que rápidamente pasa? Ese es por lo tanto el estado de quien detiene su mirada
en los bienes visibles. Efectivamente ¿qué son ellos en realidad? ¿Son quizás
diferentes de un río veloz, en cuyas aguas aún no se ha posado el ojo, que ya
se escapan de la vista para no dejarse ver más?
(10 octubre de 1914,
a Raffaelina Cerase – Ep. II, p. 185)
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