Resulta imposible iluminar al gigante sin indagar en sus profundas raíces. Nacido el 25 de mayo de 1887, miércoles, a las 17 horas en Pietrelcina (Benevento), en la casa familiar de Vico Storto Valle, 27, Francesco Forgione di Nuncio, como se le bautizó en la iglesia arciprestal de Santa maría de los Ángeles, prometió con sólo cinco años “fidelidad” a San Francisco de Asís.
A esa misma edad, sabemos por su futuro director espiritual, Benedetto de San Marco in Lamis, que se le apareció el Sagrado Corazón de Jesús en el altar mayor de la Iglesia, indicándole que se acercase hasta él para bendecir con su santa mano la cabeza del pequeño en agradecimiento por haberle consagrado su amor.
Los padres de Francesco, Grazio María Forgione y María Giuseppa di Nuncio, eran campesinos de la Italia profunda que mantenían laboriosamente a sus siete hijos, dos de los cuales fallecieron a temprana edad.
El Padre Martindale aseguraba que Grazio y María Giusseppa recordaban extraordinariamente en sus facciones, amabilidad y acogida a los padres de Jacinta y Francisco, los videntes de Fátima.
El futuro Padre Pío era un niño normal, que jugaba con sus amigos y obedecía a sus padres. Claro que en alguna ocasión el pequeño espetó a su madre: “No quiero ir con este niño porque es blasfemo”.
Evitaba así las malas compañías que ofendían a Dios. Varios vecinos le vieron rezar el Rosario con nueve o diez años mientras pastoreaba las ovejas. A veces sufría con paciencia encomiable las burlas de algún compañero.
Desde la más tierna infancia grabó en su alma la huella de Dios, tanto para la penitencia como para la oración.
Asiduo acólito, rezaba siempre de rodillas con gran recogimiento; incluso a puerta cerrada, con la complicidad del sacristán, con quien quedaba a una hora concreta para que le abriese la puerta del templo sin que nadie más se enterase.
El sacerdote Giuseppe Orlando testimoniaba los sacrificios del bambino, a quien reprendió más de una vez por dormir en el suelo con una piedra como almohada, rechazando la cama que su madre le había preparado con esmero.
Uno de sus compañeros de pastoreo, Ubaldo Vecchiarino, confesó que una noche invernal se acercó con varios amigos a casa de Francesco para espiarle a través de la ventana: su habitación estaba a oscuras, pero oyeron los golpes de alguien que parecía azotar su cuerpo con un cordón de cáñamo.
Su propia madre le sorprendió varias veces flagelándose la espalda con una cadena de hierro hasta sangrar. Preocupada por su salud, decidió preguntarle otro día por qué lo hacía. El respondió: “Debo golpearme como los judíos lo hicieron con Jesús”.
Semejante sed de sufrimiento no obedecía a un propósito masoquista. Todo lo contrario: era el niño quien decidía abrazar la Cruz de Cristo, como lo haría de adulto, para expiar sus propios pecados y los de gran parte de la Humanidad. El sufrimiento físico, y sobre todo el moral, tenían por tanto el mismo sentido que Jesús les dio al extender los brazos en la cruz para redimir al mundo. La mortificación escondida constituyó siempre para el Padre Pío la piedra de toque del Amor, con mayúscula. Amor a Jesús, primero, y a los demás como consecuencia de aquél. En una palabra: Caridad.
Sor Consolata me comenta sobre él:
“Era el cantor de la misericordia de Dios. Él mismo solía decir: “He sido portador de la misericordia de Dios, pero el número de convertidos lo sabremos sólo por el Cielo”.
Su humildad era proverbial. Cierto día, la religiosa le dijo:
-Padre, cuando rezo por usted no sé qué pedir…
-¿No sabes qué pedir? –se extrañó él. Yo te lo diré. Di al Señor: “Haz que este pobre desgraciado haga siempre Tu voluntad”.
Y añadió, con lágrimas en los ojos:
-Te lo repito; cuando quieras rezar por mí pide solamente esto: “Que este pobre desgraciado haga siempre Tu voluntad”.
¡Pobre de mí! –se lamentaba el Padre Pío por carta, el 6 de noviembre de 1919-. ¡Pobre de mí! No puedo encontrar reposo. Cansado, inmerso en la más extrema angustia, en la más desesperada desolación. Vivo en la angustia más angustiada, no ya por no poder encontrar a mi Dios, sino por no poder ganar a todos los hermanos para Dios. Sufro y busco en Dios la salvación para ellos…¡Qué terrible cosa es vivir del corazón! Esto obliga a morir en cada uno de los momentos y de una muerte que no llega nunca a hacerme morir, sino para vivir muriendo y muriendo vivir”.
¿Sufrir? ¿Para qué? ¿Por quién?
Sufrir para renovar la Pasión por Jesús. Su continua experiencia mística, bendecido por tan admirables dones, tenía precisamente como fin aumentar su capacidad de sufrimiento, como advertía el cardenal Giuseppe Siri.
Sufrir por todos, sin excepción. “No he venido a salvar a los justos, sino a los pecadores”, dijo el Señor.
Muchos “peces gordos”, como el Padre Pío solía llamar a los grandes pecadores, mordieron el anzuelo de la conversión gracias al infalible cebo del sufrimiento escondido.
Mary Pyle, una protestante americana que permaneció muchos años junto a él en San Giovanni Rotondo tras convertirse al catolicismo, y que a su muerte legó toda su fortuna a la Iglesia y al convento de capuchinos de Pietrelcina, ahondaba en ese mismo afán de capturar almas para el Señor, durante su encuentro con la publicista María Winowska:
“El Padre Pío es un especialista en “peces gordos”, como se dice vulgarmente. Pero no lo olvide: cuando él se hace cargo de uno, es para siempre. En cierta ocasión, me decía: “Quando io ho sollevato un ‘anima, non la lascio ricadere più”; “Si alguna vez he levantado un alma, puede estar muy tranquila, que no la dejaré caer de nuevo”.
También “levantó el alma” de Domenico Tizzani, “un excelente maestro”, en palabras del Padre Pío, que le impartió clases particulares durante tres años hasta completar la enseñanza elemental.
El profesor había abandonado su ministerio sacerdotal para convivir con una mujer que le dio una hija. Años después, ordenado ya sacerdote, el Padre Pío pasó junto a la casa de su antiguo maestro en Pietrelcina. A la entrada, vio llorar desconsolada a una joven mujer. Era su única hija. Enterado que su padre agonizaba, no vaciló en socorrerle pese a su condición de excomulgado.
El último reencuentro entre profesor y alumno fue un calco de la parábola evangélica del hijo pródigo. Ambos lloraron de inmensa alegría: Domenico, arrepentido de sus pecados; su confesor, agradecido al Señor por su retorno al redil.
Días después, Domenico entregó su alma a Dios en medio de una paz infinita.
¡Cuántas veces, a lo largo de su vida, el Padre Pío se ofreció al Señor por los demás como un cordero pascual!
Las locuciones con personajes celestiales traslucen su pasión incondicional por las almas. Copiadas y transmitidas por el Padre Agostino de San Marco in Lamis, la del 28 de noviembre de 1911 dice, por ejemplo, así:
“¡Oh, Jesús! ¡Te recomiendo aquella alma! Debes convertirla. ¡Oh, Jesús! Te recomiendo aquella persona: conviértela, sálvala. ¡Oh, Jesús! Convierte a aquel hombre; te ofrezco por él todo mi propio ser”.
Al día siguiente, volvía de nuevo a la carga:
“¡Dios mío! ¡No le castigues! ¡Tampoco a nuestros sacerdotes les castigues! ¡A nuestros superiores ayúdalos también! ¡Oh, concédele esta gracia! ¡Te he de cansar! ¡Tú debes decir que sí! ¡Si se trata de castigar a los hombres, castígame a mí! Debes ayudar a los sacerdotes, principalmente en nuestros días…”
A una de sus hijas espirituales, les escribía: “¿Cómo puedo olvidarte a ti, que me has costado tan duros sacrificios y a quien he engendrado para Dios entre agudos dolores?”.
Y a un joven, llegado a San Giovanni desde el confín del mundo, le recordaba: “Yo te rescaté al precio de mi sangre”.
¿No se dice acaso en la carta a los Hebreos, “sin efusión de sangre no hay remisión”?
El Padre Pío hizo suya esta frase de Paulo de Tarso a los Gálatas: “Hijos míos, por quienes padezco otra vez dolores de parto hasta que Cristo esté formado en vosotros”.
Sabía perfectamente que la principal causa de tantos fracasos en las obras de apostolado era la pretensión de ganar almas para Cristo sin sacrificio personal.
José Mª Zavala de su obra “Padre Pío: Los milagros desconocidos del santo de los estigmas”