SAN PÍO DE PIETRELCINA,
¿MODELO DE SACERDOTE PARA LOS SACERDOTES DEL SIGLO XXI?
Suenan todavía con fuerza las palabras de la homilía de Benedicto XVI en la misa que presidió en la catedral de Madrid, el pasado 20 de agosto, en el marco de la Jornada Mundial de la Juventud, para unos 5.000 seminaristas. El Papa presentó con sencillez y profundidad, a los que se preparan para ellas en los seminarios, la vocación y la misión del sacerdote. Y, al final, les propuso como modelo al «santo patrono del clero secular español, san Juan de Ávila».
¿Podría haber presentado como modelo, entre otros muchos, al capuchino italiano Padre Pío de Pietrelcina? La fiesta litúrgica de este sacerdote estigmatizado, el día 23 de septiembre -en este caso a los 43 años de su muerte- nos brinda la ocasión adecuada para responder a esta pregunta.
1º. Las palabras del Papa sonaron así: «Aspiráis a ser sacerdotes de Cristo para el servicio de la Iglesia y de los hombres».
El Padre Pío, ya religioso capuchino desde el 22 de enero de 1904, consiguió que su superior provincial solicitara a la Santa Sede la dispensa de la edad requerida para la ordenación sacerdotal, pues no quería morir sin haber celebrado al menos una vez la santa misa, y los médicos, ante una enfermedad que no lograban entender, le garantizaban pocas semanas de vida. Se ordenó de sacerdote el 10 de agosto de 1910. Y, en contra de los vaticinios de los doctores, vivió esta vocación y ejerció el ministerio sacerdotal durante 58 años, hasta su muerte, acaecida el 23 de septiembre de 1968.
2º. Benedicto XVI, después de decir a los seminaristas: «estáis en camino hacia una meta santa: ser prolongadores de la misión que Cristo recibió del Padre», les señaló la que es, sin duda, la condición indispensable para serlo: «configurarse con Cristo». Configuración con Cristo, que, en palabras del Sucesor de Pedro: «comporta identificarse cada vez más con Aquel que se ha hecho por nosotros siervo, sacerdote y víctima»; y que debe ser «la tarea en la que el sacerdote ha de gastar toda su vida».
El Padre Pío, en el recordatorio de su primera misa, indicó primero la exigente misión que quería cumplir para bien de los hombres, y terminó diciendo a Jesús: «que yo sea… para ti sacerdote santo, víctima perfecta».
En el Padre Pío, la identificación con Cristo sacerdote y víctima alcanzó metas muy elevadas. Como en todos los santos, el primer agente de esa identificación fue el Señor. El Señor le regaló esto que el capuchino expresó en una carta de noviembre de 1922: «Desde el nacimiento me ha dado pruebas de una predilección especialísima». El Señor le concedió experimentar, al menos una vez por semana, la flagelación y la coronación de espinas. El Señor quiso fusionar con frecuencia su propio corazón con el de su humilde siervo, de modo que éste pudo escribir a su director espiritual e1 18 de abril de 1912: «El corazón de Jesús y el mío, permítame la expresión, se fusionaron. Ya no eran dos corazones que palpitaban sino uno solo. Mi corazón había desaparecido como una gota de agua que se pierde en el mar». El Señor -dejo otros muchos datos- quiso que esa identificación se manifestara al exterior, en las llagas del Crucificado, visibles y sangrantes, en las manos, pies y costado del fraile capuchino durante 50 años.
Y en esa identificación con Cristo fue mucho lo que aportó el Padre Pío. Identificación para la que se fue mentalizando en largas horas de oración, como anotó en su “Diario” en julio de 1929: «Diariamente no menos de cuatro horas de meditación, y éstas de ordinario sobre la vida de nuestro Señor: nacimiento, pasión y muerte». Identificación que vivió y alimentó sobre todo en la celebración de la santa misa, que era para él, en palabras de Juan Pablo II: «El corazón de toda su jornada, la preocupación más ansiosa de todas las horas, el momento de mayor comunión con Jesús, sacerdote y víctima». Identificación que le impulsó a amar y a desear la cruz: «Yo amo la cruz, la cruz sola, porque la veo siempre en los hombros de Jesús». Identificación, cuya expresión más bella fue probablemente su ofrenda como víctima, muchas veces renovada: por la conversión de los pecadores, por las almas del purgatorio, por la santidad de la Iglesia, por el fin de la guerra… Identificación que fructificó en una sed insaciable de la salvación de los hombres, como vamos a ver a continuación.
3º. El Papa no podía dejar de referirse a la misión del sacerdote. Lo hizo, sobre todo, con estas palabras: «Pero Cristo, Sumo Sacerdote, es también el Buen Pastor, que cuida de sus ovejas hasta dar la vida por ellas… Pedidle, pues, a Él, que os conceda imitarlo en su caridad hasta el extremo para con todos, sin rehuir a los alejados y pecadores, de forma que, con vuestra ayuda, se conviertan y vuelvan al buen camino. Pedidle que os enseñe a estar muy cerca de los enfermos y de los pobres, con sencillez y generosidad». E indicó que esta misión hay que realizarla como «compañeros de viaje y servidores de los hombres».
El Padre Pío, en el recordatorio de su primera misa, que antes he citado, escribió: «Jesús, mi anhelo y mi vida, hoy que emocionado te elevo en un misterio de amor, que yo sea contigo para el mundo Camino, Verdad y Vida». Y lo consiguió de verdad, pues, «devorado por el amor a Dios y el amor al prójimo», como pudo escribir a su director espiritual, buscó incansablemente «liberar a mis hermanos de los lazos de Satanás» y «dar la vida por los pecadores y hacerles participar después de la vida del Resucitado».
El Padre Pío -y me refiero ahora a los destinatarios de la misión de los sacerdotes que citó el Papa en su homilía- no rehuyó a los pecadores, como lo prueban las muchas horas -hasta 15 y más al día- que dedicó a administrar el sacramento de la confesión durante más de 50 años. Tampoco rehuyó a los alejados -me refiero a los alejados de Dios-, no sólo porque, con la fuerza de su santidad y de los carismas con los se vio enriquecido por Dios, atrajo a su confesonario a hombres y mujeres de los cinco continentes, sino también porque -son muchos los testimonios- el carisma de la bilocación le permitió hacerse presente con frecuencia en otros lugares del mundo sin dejar su convento de San Giovanni Rotondo. Estuvo muy cerca de los enfermos; y, para que fueran atendidos adecuadamente, promovió en la pequeña ciudad en la que residía: primero, el sencillo hospital “San Francisco de Asís” y, cuando éste, en el año 1939, fue destruido por un terremoto, el gran hospital “Casa Alivio del Sufrimiento”, inaugurado el 5 de mayo de 1956 con 300 camas, que en la actualidad son 1.200. Cuidó de sus ovejas, a las que regaló, de palabra o por escrito, como lo muestran los cuatro tomos de su “Epistolario”, una atenta y acertada dirección espiritual; y a las que ofreció -y sigue ofreciendo- la gran ayuda de los Grupos de Oración que llevan su nombre, presentes hoy en todo el mundo, y además en continuo crecimiento, para que sean, en el mundo, «faros de amor y levadura de vida cristiana». Y, en su caridad hasta el extremo, quiso llegar a todos, como lo expresó en estas palabras escritas a su director espiritual: «Quisiera poder volar para invitar a todos los hombres y mujeres de la tierra a amar a Jesús, a amar a María».
4º. Dejando, por falta de espacio, otros mensajes de esta homilía de Benedicto XVI, me fijo en éste: «Mirad, sobre todo, a la Virgen María, Madre de los sacerdotes. Ella sabrá forjar vuestra alma según el modelo de Cristo, su divino Hijo, y os enseñará siempre a custodiar los bienes que Él adquirió en el Calvario para la salvación del mundo».
De la devoción del Padre Pío a la Virgen María, dijo Juan Pablo II el día que lo beatificó: 2 de mayo de 1999: «Su devoción a la Virgen se transparenta en todas las manifestaciones de su vida»; se transparentaba tanto que, el día 16 de junio del 2002, al declararlo Santo, le dirigió esta súplica: «Transmítenos tu tierna devoción a María, Madre de Jesús y Madre nuestra». Una devoción a María que el papa Wojtyla calificó de «tierna, profunda y enraizada en la genuina tradición de la Iglesia». Una devoción que impulsó al fraile capuchino a imitar a la que consideraba «la discípula más perfecta de Jesús» y a suplicar, confiada y constantemente, sobre todo con el rezo del Rosario, a la que llamaba: Nuestra Señora de las gracias, Auxiliadora, Mediadora, Socorro… Una devoción -de nuevo palabras de Juan Pablo II- que «tanto en el secreto del confesonario como en la predicación, no se cansaba de inculcar a los fieles». El testamento espiritual del Padre Pío sigue sonando así: «Amad a la Virgen; haced que la amen; rezad siempre el Rosario».
Septiembre, 2011.
Elías Cabodevilla Garde, OFMCap