«Alégrate,
llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28)
El Padre Pío
tuvo, desde la infancia, una particular devoción a la santísima Virgen,
venerada en Pietrelcina bajo el título de «Madonna della Libera».
Recurría a
ella para obtener favores espirituales y materiales y para rechazar las
insidias del demonio.
Y aunque no
consta que el Padre Pío hubiese predicado, se han encontrado, entre sus
escritos autógrafos, dos breves discursos preparados por él. Uno de ellos está
dedicado a la Asunción de María Santísima, acontecimiento grandioso que nos
evoca «el día de mayor triunfo y de gloria» de la Virgen.
En él, entre
otras cosas, leemos:
«Después de la
ascensión de Jesucristo al cielo, María ardía continuamente en el más vivo
deseo de reunirse con él. Y ¡oh! los encendidos suspiros, los piadosos gemidos
que le dirigía de continuo para que la atrajera hacia él. En ausencia de su
divino Hijo, le parecía encontrarse en el más duro destierro. Aquellos años en
los que tuvo que estar separada de él, fueron para ella el más lento y doloroso
martirio, martirio de amor que la consumía lentamente.
Y he aquí, al
fin, que llega el momento suspirado, y María escucha la voz de su querido que
la llama a allá arriba: «Veni, soror mea, dilecta mea, sponsa mea, veni»;
ven, querida de mi corazón, ha terminado el tiempo de gemir en la tierra; ven,
esposa, a recibir del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo la corona que te
está preparada en el cielo» (Epist. IV,1087).
Después, el
Padre Pío, con acentos que revelan su ferviente devoción mariana, describe el
momento en el que «el alma bienaventurada de María, como paloma a la que se
corta los lazos, se separó de su cuerpo y voló al seno de su querido. Pero
Jesús, que reinaba en el cielo con la humanidad santísima que había tomado de
las entrañas de la Virgen, quiso que también su madre, no sólo con el alma sino
también con el cuerpo, se reuniese con él y compartiese plenamente su gloria.
Aquel cuerpo que, ni por un solo instante, había sido esclavo del demonio y del
pecado, no debía serlo tampoco de la corrupción» (Epist. IV,1089).
En relación al
venerado Padre, María tenía atenciones maternales que rayaban en la delicadeza
suma. Cada día le acompañaba al altar en el que debía celebrar los divinos
misterios.
El Padre Pío
se sentía «unido al Hijo por medio de la Madre». Habría querido tener una voz
tan fuerte como para invitar a los pecadores de todo el mundo a amar a la
Virgen.
En presencia
de la Virgen María, sentía un fuego misterioso en un lado del corazón, tal que
necesitaba aplicar encima un trozo de hielo.
La tierna,
intensa y filial piedad mariana del Padre Pío no era fruto de un pasajero
sentimentalismo; tenía su origen en el culto que la Iglesia reserva a la Madre
de Dios. Veía en la Virgen el camino más seguro para llegar a Cristo, y por
este camino guiaba las almas de sus penitentes.
Cuando hablaba
de ella, no conseguía contener la emoción. Recitaba de continuo, día y noche,
el santo rosario y quería que todos expresasen su devoción mariana con este
plegaria evangélica.
Había recalcado,
entre otros elementos esenciales del rosario, la contemplación. Decía: «La
atención debe ponerse en el Ave, el saludo que se dirige a la Virgen en el
misterio que se contempla. Ella estaba presente en todos los misterios; en
todos tomó parte con amor y con dolor».
A sus hijos
espirituales que le preguntaban qué es lo que tendrían que recibir de él como
herencia, les dijo: «Os dejo el rosario. Amad a la Virgen y hacedla amar, rezad
siempre su rosario y rezadlo bien. Satanás quiere destruir esta oración pero
¡no lo conseguirá jamás!».
(Tomado de LA VIDA DEVOTA DEL PADRE PÍO, de Gerardo di
Flumeri)
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