Pues, ¿para
qué vivimos nosotros? Después de la consagración que hemos hecho en el
bautismo, somos todos de Jesucristo. Por tanto, cada cristiano debería sentir
como suyo el dicho de este santo Apóstol: «para
mí la vida es Cristo», yo vivo para Jesucristo, vivo para su gloria, vivo
para servirlo y vivo para amarlo. Y cuando Dios nos quiera quitar la vida, el
sentimiento, el afecto que deberemos tener debería ser precisamente el de quien
después del cansancio viene para tomar la recompensa, de quien después del
combate va a recibir la corona.
¡Gustemos sí,
gustemos, oh mi querida Raffaelina, saboreemos esta sublime disposición del
alma de semejante apóstol! Sí, es desgraciadamente verdadero, que todas las
almas que aman a Dios están prontas a todo por amor al mismo Dios, teniendo
firme la esperanza que todo redundará en beneficio de ellos. Dispongámonos
siempre a reconocer en todos los acontecimientos de la vida el orden sabio de
la divina providencia, adoremos y dispongamos nuestra voluntad para conformarla
siempre y en todo según la de Dios, porque así glorificaremos al Padre
celestial y el resultado será provechoso para la vida eterna.
(23 de febrero de 1915, a Raffaelina Cerase –
Ep. II, p. 340)
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