Ellos se llevaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron
con vendas de lino bien empapadas en mezcla de mirra y áloe (Jn 19,40)
La verdadera devoción es imitación. «Pero para que se dé la imitación es necesaria la reflexión diaria de la vida de aquél a quien se propone como modelo. De la reflexión brota la estima de sus obras, y de la estima, el deseo y la fuerza de la imitación» (Epist. I,1000).
En este pasaje, tomado de una carta que escribió al padre Agustín de San Marco in Lamis, el Padre Pío descubre el secreto de su perfecta y total adhesión espiritual a la realidad “crucial” de Cristo. Y porque el cuerpo participa de lo que sucede al alma, esta adhesión lo llevó a revivir también físicamente todos los dolores de la Pasión.
En un ímpetu de amor escribía: «Sí, yo amo la cruz, la cruz sola; la amo porque la veo siempre en los hombros de Jesús. Por eso, Jesús sabe muy bien que toda mi vida, todo mi corazón, están consagrados a él y a sus sufrimientos... Sólo Jesús puede comprender cuál es mi sufrimiento en cuanto se me presenta delante la escena dolorosa del Calvario» (Epist. I,335).
Y más aún: «¡Qué dulce es el nombre de cruz! Aquí, al pie de la cruz de Jesús, las almas se llenan de luz, se inflaman de amor; aquí nacen alas para elevarse a vuelos más altos» (Epist. I,601s).
Como Jesús, derramó lágrimas, sudó sangre, sufrió la flagelación, la coronación de espinas y hasta el agudo dolor de la llaga en el hombro, efecto del peso de la cruz.
A su confesor, el padre Agustín de San Marco in Lamis, le comunicaba: «Sufro, sufro mucho... No deseo en modo alguno que se me aligere la cruz, porque sufrir con Jesús me es muy grato; al contemplar la cruz en los hombros de Jesús me siento fortalecido y gozo de santa alegría (Epist. I,303).
Era feliz al sufrir porque «Es incomprensible el alivio que se da a Jesús, no sólo al compadecerle en sus dolores, sino, sobre todo, cuando encuentra un alma que, por su amor, pide, no consuelo, sino más bien ser partícipe de sus mismos sufrimientos.
Jesús, cuando quiere manifestarme que me ama, me da a gustar de su pasión las llagas, las espinas, las angustias... Cuando quiere hacerme gozar, me llena el corazón de aquel espíritu que es todo fuego, me habla de sus delicias; pero cuando quiere ser amado, me habla de sus dolores, me invita, con voz que es al mismo tiempo súplica y mandato, a acercar mi cuerpo para aligerarle las penas» (Epist. I,335).
En el venerado Padre Pío, la adhesión a Cristo se transformó en “conformidad”, que quedó sellada con aquellos “signos” que durante cincuenta años, con tanta confusión, llevó en las manos, en los pies y en el costado.
Inculcó siempre a sus penitentes la devoción a la pasión de Jesús.
A Anita Rodote escribió: «Seamos, más que cualquier otra cosa, amantes de Jesús en su pasión, meditemos con frecuencia los dolores del Hombre-Dios y no tardará en encenderse, también en nosotros, el profundo deseo de sufrir cada vez más por amor a Jesús. El amor a la cruz fue siempre un signo distintivo de las almas elegidas; el recibir la carga de la cruz fue siempre una predilección especial del Padre del cielo hacia dichas almas. [...] Sin el amor a la cruz no se puede ir lejos en el camino de la vida cristiana. [...] Jesús nos invita a subir con él al Calvario. Pues bien, no nos resistamos. Subir el doloroso monte con Jesús nos resultará placentero» (Epist. III,67).
Hoy, a sus hijos espirituales, el Padre Pío sigue repitiendo: «Una cosa, sobre todas las demás, deseo de vosotros: que vuestra meditación diaria gire en torno a la vida, pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo», porque, «al meditar con frecuencia los dolores del Hombre-Dios, se encenderá en vosotros el anhelo de padecer cada día más por amor a Jesús» (Epist. III,63s).
(Tomado de LA VIDA DEVOTA DEL PADRE PÍO, de Gerardo di Flumeri)