Se trabó una batalla en el cielo:
Miguel y sus ángeles declararon guerra al dragón (Ap 12,7)
El 3 de julio de 1917, el Padre Pío peregrinó a la Gruta del Gárgano para venerar a san Miguel, de quien era devotísimo.
Con anterioridad a esta fecha había experimentado repetidas veces la protección del Arcángel en sus luchas contra Satanás, en Pietrelcina o en el convento de Santa Ana, en Foggia.
Muchas veces había deseado hacer la misma peregrinación que había llevado a cabo, siglos antes, su seráfico Padre san Francisco.
Manifestó este deseo a su superior, el padre Paulino de Casacalenda, y éste, apenas los seminaristas terminaron los exámenes, organizó el viaje al Monte Sant’Angelo en honor del Patrono de la provincia religiosa capuchina de Foggia, tanto para premiar a los colegiales como para complacer al Padre Pío.
La comitiva, formada por el venerado Padre, por Nicolás Perrotti, Vicente Gisolfi, Rachelina Russo y los 14 seminaristas, se dirigió desde San Giovanni Rotondo hacia el Monte Sant’Angelo, a las 3 de la mañana del día señalado.
El Padre Pío hizo a pie un buen trecho del recorrido, pero después, a causa de la enfermedad que padecía, fue obligado a subirse a una carreta.
Cuando despuntaba el sol, caminó algunos pasos a pie para desentumecer las piernas y entonó el santo Rosario, intercalando devotos cantos en honor de la Virgen y de san Miguel.
Al entrar en el santuario, se emocionó profundamente. De repente, al recordar lo que le había sucedido en aquel lugar al Poverello de Asís, que, juzgándose indigno de entrar en la Gruta, se detuvo a la puerta y pasó allí la noche entera ensimismado en oración, se arrodilló y, envuelto en lágrimas, besó con respeto y gran humildad el umbral de la Gruta. Después, y una vez escuchada la explicación del canónigo sacristán, que le mostró la TAU grabada por san Francisco, entró y se postró de rodillas a los pies del altar de san Miguel, en devota y profunda meditación.
Rezó por él, por la provincia religiosa capuchina, por la Iglesia, por la paz en el mundo, por todos sus hermanos de religión y por los soldados expuestos al peligro de la guerra. Todo y a todos encomendó a san Miguel.
De la roca de arriba caían de continuo, fruto de la gran humedad, gruesas gotas de agua. Con gran sorpresa de los seminaristas, que enseguida testimoniaron el singular suceso, el Padre Pío permaneció sin mojarse.
Uno de los colegiales, queriendo hacer una prueba, se colocó junto al venerado Padre, pero muy pronto quedó bañado por el agua.
El Padre Pío permaneció largo rato concentrado en la oración y totalmente ajeno a la realidad.
Desde aquel día su devoción al Príncipe de los ejércitos celestiales experimentó un sensible y fuerte impulso. Cada año hacía una cuaresma de preparación para la fiesta del Arcángel. A las almas que se acercaban a él, el Padre Pío les hablaba siempre del poder de san Miguel. Eran continuas sus invitaciones a dirigirse con confianza a este glorioso Arcángel, sobre todo en las tentaciones.
A los fieles que se acercaban a San Giovanni Rotondo el venerado Padre les animaba a continuar la peregrinación hasta el Monte Sant’Angelo, para venerar a san Miguel en su santuario. Con frecuencia esta invitación era la «penitencia sacramental» que imponía al final de la confesión. Además, si sabía de alguien que iba a marchar al Monte Sant’Angelo, le pedía para sí una oración a san Miguel.
(Tomado de LA VIDA DEVOTA DEL PADRE PÍO, de Gerardo di Flumeri)