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domingo, 25 de agosto de 2013

La devoción a san Pablo del Padre Pío de Pietrelcina




«Pablo, apóstol de Cristo Jesús
por disposición de Dios nuestro salvador
y de Jesucristo nuestra esperanza» (1Tm 1,1)

Para el Padre Pío, el apóstol san Pablo era el autor sagrado preferido. Con frecuencia acudía a su doctrina en las cartas que enviaba a sus hijas espirituales. A Raffaelina Cerase le comentó:
«Al leer sus cartas, experimento, mucho más que en los otros escritos, un deleite tan grande que no soy capaz de expresarlo con palabras (Epist. II,204).

Y le escribió además: «Al presentarle aquí el modelo del verdadero cristiano, mi guía será el muy querido apóstol san Pablo; sus dichos, llenos todos ellos de sabiduría celestial, me extasían, llenan mi corazón de consuelo celestial y hacen que mi alma salga de sí. No puedo leer sus cartas sin sentir como una fragancia que se expande por toda el alma, fragancia que se deja sentir hasta en lo más profundo del espíritu» (Epist. II,228).

El Padre Pío, en sus cartas, citaba y comentaba con frecuencia las frases más significativas de san Pablo, y, después de hacerlas suyas, las proponía como estilo de vida a aquellos que se apuntaban a su escuela.
En efecto, afirmó que «toda alma cristiana debería familiarizarse con este mensaje del santo Apóstol: “Mi vivir es Cristo” (Fil 1,2), yo vivo para Cristo Jesús, vivo para su gloria, vivo a su servicio, vivo para amarlo» (Epist. II,341).

Al exhortar a Raffaelina Cerase a fijar su mirada en la patria celestial y alejarla de los bienes terrenos, le escribió: «Escuchemos lo que el Señor nos dice al respecto por boca de su santo apóstol Pablo: “No nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve” (2Cor 4,18); nosotros no miramos las cosas que se ven, sino aquellas que no se ven. Y es justo que contemplemos los bienes del cielo sin preocuparnos por los terrenos, porque aquellos son eternos y éstos son pasajeros» (Epist. II,190).

«Por lo que respecta a la mortificación de la carne, san Pablo nos advierte que “los que son de Cristo Jesús han crucificado su carne con sus vicios y sus concupiscencias” (Gal 5,24). De la enseñanza de este santo apóstol se deduce que el que quiere ser verdadero cristiano, el que vive en el espíritu de Jesucristo, debe mortificar su carne, no por otro motivo, sino por devoción a Jesús, que por nuestro amor quiso mortificar todos sus miembros en la cruz. Esta mortificación debe ser continua, constante y no a ratos, duradera como la vida misma. Más aún, el verdadero cristiano debe desear, no aquella mortificación rígida, sólo de apariencias, sino la que de verdad es dolorosa.

Así debe ser la mortificación de la carne, porque el Apóstol, no sin motivo, la llama crucifixión. ¿Que algunos nos podrían objetar preguntando por qué tanto rigor contra la carne? Insensatos, si reflexionasen atentamente en lo que dicen, se darían cuenta de que todos los males que padece su alma provienen de no haber sabido o no haber querido mortificar su carne como se debía. Si quieren curarse, allá en la raíz, es necesario dominar, crucificar la carne, porque es la causa de todos los males.

El Apóstol añade además que: «con la crucifixión de la carne va unida la crucifixión de las vicios y de las concupiscencias. Ahora bien, los vicios son todos los hábitos pecaminosos; las concupiscencias son las pasiones; y los unos y las otras deben ser mortificados y crucificados permanentemente para que no arrastren la carne al pecado: quien se queda sólo en la mortificación de la carne se parece al insensato que edifica sin poner los cimientos (Epist. II,204).

(Tomado de LA VIDA DEVOTA DEL PADRE PÍO, de Gerardo di Flumeri)

miércoles, 21 de agosto de 2013

Hace unos pocos días


Hace unos pocos días yo pensaba en lo que algunos dicen de las gaviotas, pequeñas aves, que hacen sus nidos en la playa del mar. Construyen sus nidos de forma redonda y se comprende que el agua del mar no puede entrar en ellos. En la parte superior del nido hay una abertura, por la que pueden recibir el aire. Ahí las gaviotas alojan a sus crías, que pueden nadar con seguridad y flotar sobre las olas sin llenarse de agua ni sumergirse. El aire que se respira por la abertura sirve de contrapeso y de balanza, de tal forma que los pequeños remolinos nunca terminan por volcar el nido.
Mis queridísimos hijos, ¡cómo deseo que vuestros corazones sean de tal forma que, por los lados, estén bien cerrados, para que, si los golpes y las tempestades del mundo, de la carne y del demonio os sorprenden, no logren penetrar dentro; y que no haya otra abertura que la de la parte del cielo, para aspirar y respirar a nuestro Señor Jesús.
Y este nido, hijos, ¿para quién estaría hecho si no para los polluelos de aquél que lo ha hecho todo por amor de Dios, llevado por sus inclinaciones divinas y celestes? Pero mientras las gaviotas construyen sus nidos y sus polluelos son todavía demasiado tiernos para soportar los golpes de las olas, Dios cuida y se compadece de ellos, impidiendo al mar que los sumerja.
 (18 de enero de 1918, a los novicios – Ep. IV, p. 366)

domingo, 11 de agosto de 2013

La devoción a santa Clara de Asís del Padre Pío de Pietrelcina




«Clara de nombre, más clara por la vida
y muy clara por las costumbres» 
(Tomás de Celano)

El sumo pontífice Juan Pablo II, en la visita que hizo a las clarisas del protomonasterio de Asís, el 12 de marzo de 1982, pronunció un discurso en el que, entre otras cosas, dijo: «Es muy difícil separar estos dos nombres: Francisco y Clara. Estos dos fenómenos: Francisco y Clara. Estas dos leyendas: Francisco y Clara».
Tampoco el venerado Padre Pío separó nunca, de la devoción a san Francisco, la devoción a santa Clara de Asís.

Se sintió fuertemente atraído por las virtudes de la Santa y, consciente de que la verdadera devoción consiste en la imitación, trató de reproducirlas en sí mismo y ponerlas en práctica.
La atención del Padre Pío fue cautivada de modo muy particular por el amor que santa Clara profesó a Jesús y a sus hermanas de religión. Un amor inmenso, ungido de humildad profunda, de confianza ilimitada y de fe  inquebrantable.

En una carta dirigida a Graciela Pannullo, terciaria franciscana, que, con legítimo orgullo, se consideraba «hija de san Francisco», el Padre Pío escribió sobre Clara de Asís el siguiente párrafo:
«Evocando las maravillas de aquellos tiempos, se me representa la amada primogénita del seráfico Padre allá, en el silencio profundo y solemne del austero refectorio, santa Clara, con sus humildes y penitentes hijas, que, al ritmo de la pobreza, cantan las notas breves y claras de la renuncia y del sacrificio. Las hermanas, colocadas cada una en su puesto, elevan la mente al Señor y esperan en paz... Entonces, la voz cristalina de la madre santa Clara entona el Benedicite. La mano virginal se eleva, lenta y solemne, para bendecir con gesto pausado, milagroso. En cierta ocasión, en el monasterio no había más que un solo pan y era la hora de la comida. El apetito laceraba el estómago de las pobres hermanas, que, aún habiendo superado todas las dificultades, no podían olvidar de forma permanente las imperiosas necesidades de la vida. En el apuro, sor Cecilia, la encargada de la despensa, recurrió a la santa abadesa y ésta mandó cortar el pan en dos mitades y mandar una de ellas a los hermanos que velaban por el monasterio y retener la otra y dividirla en 50 porciones, tantas como las hermanas, y colocar a cada una su parte, sobre la mesa de la pobreza; pero, como la devota hija replicara que serían necesarios los antiguos milagros de Jesús para que un trozo tan pequeño se pudiese partir en 50 porciones, la madre reiteró: hija mía, haz con confianza lo que yo te digo.

Se apresura la obediente hija a cumplir el mandato de la madre y no tarda la madre Clara en recurrir a Jesús para suplicarle con piadosos suspiros por sus hijas. Y entonces, por gracia de Dios, se multiplica el pequeño trozo de pan en las manos de la que lo parte y toca a cada una porción abundante».
Y después de describir otro hecho prodigioso con el que el Señor, en respuesta a la intercesión de santa Clara, vino en ayuda de «las que habían dejado todo por él», el Padre Pío concluye de este modo: «Pidamos también nosotros a nuestro amado Jesús la humildad, la confianza y la fe de nuestra amada santa; como ella, oremos con fervor a Jesús, abandonémonos confiadamente en él, apartándonos de esta máquina engañosa del mundo donde todo es insensatez y vanidad, todo pasa, sólo Dios queda para el alma, si ha sabido amarlo de verdad» (Epist. III,1090s).

La espiritualidad del Padre Pío, que es considerado el san Francisco de nuestro siglo, basada toda ella en el amor, imitó la espiritualidad de santa Clara, «la humilde plantita» del Poverello de Asís.
Y éste fue el fruto más bello de esta filial devoción.

(Tomado de LA VIDA DEVOTA DEL PADRE PÍO, de Gerardo di Flumeri)

miércoles, 7 de agosto de 2013

¡Mi alma...


¡Mi alma está totalmente volcada en el cuadro evidente de mi miseria! ¡Dios mío!, que yo soporte tan triste espectáculo; que se retire de mí tu rayo de luz refleja, porque no resisto contraste tan evidente. Padre mío, yo veo toda mi maldad y mi ingratitud en todo su esplendor; veo agazapado a mi hombre viejo, herido en sí mismo, que parece querer devolver a Dios su ausencia, negándole todos sus derechos, cuando el dárselos es su obligación primera. ¡Qué fuerza se necesita para sacarlo de ahí! ¡Dios mío, ven pronto en mi ayuda, pues tengo miedo de mí mismo, pérfida e ingrata criatura para con su creador, que la protege de sus poderosos enemigos!
No supe aprovecharme de tus espléndidos favores; y ahora me veo condenado a vivir en mi impotencia, encorvado sobre mí mismo, extraviado, mientras tu mano me va aplastando cada vez con más fuerza. ¡Ay de mí! ¿Quién me librará de mí mismo? ¿Quién me sacará de este cuerpo de muerte? ¿Quién me tenderá una mano para que no me vea envuelto y engullido por el inmenso y profundo océano? ¿Tendré que resignarme a ser apresado por la tempestad que me acosa cada vez más? ¿Será necesario que pronuncie el hágase ante el misterioso personaje que me dejó totalmente llagado, y que no desiste en su dura, áspera, aguda y penetrante actuación, y que, sin dejar tiempo para que cicatricen las llagas antiguas, ya está abriendo sobre ellas otras nuevas con infinito desgarro de la pobre víctima?
¡Ay!, padre mío; ¡venga en mi ayuda, por caridad! Todo mi interior llueve sangre, y con frecuencia la mirada tiene que resignarse a verla correr también por fuera. ¡Ah!, ¡cese en mí este desgarro, esta condena, esta humillación, esta confusión! No tengo fuerzas para poder y saber resistir.
 (17 de octubre de 1918, al P. Benedicto de San Marco in Lamis – Ep. I, p. 1089)

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