Todos los
sufrimientos de esta tierra, juntos en un haz, yo los acepto, Dios mío, los
deseo como mi porción; pero nunca podré resignarme a estar separado de ti por
falta de amor. ¡Ah!, por piedad, no permitas que esta pobre alma ande
extraviada; no consientas nunca que mi esperanza se vea frustrada. Haz que
nunca me separe de ti; y, si lo estoy en este momento sin ser consciente de
ello, atráeme en este mismo instante. Conforta mi entendimiento, oh Dios mío,
para que me conozca bien a mí mismo y conozca el gran amor que me has
demostrado, y pueda gozar eternamente de las bellezas soberanas de tu divino
rostro.
No suceda
nunca, amado Jesús, que yo pierda el precioso tesoro que tú eres para mí. Mi
Señor y mi Dios, muy viva está en mi alma aquella inefable dulzura que brota de
tus ojos, y con la que tú, mi bien, te dignaste mirar con ojos de amor a esta alma
pobre y mezquina.
¿Cómo se podrá
mitigar el desgarro de mi corazón, sabiéndome lejos de ti? ¡Mi alma conoce muy
bien qué terrible batalla fue la mía cuando tú, mi amado, te escondiste de mí!
¡Qué vivamente grabada en mi alma, o mi dulcísimo amante, permanece esa
terrible y fulminante imagen!
(17 de octubre de 1915, al P.
Agustín de San Marco in Lamis – Ep. I, p. 674)
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