Ten
siempre ante los ojos de la mente, como prototipo y modelo, la modestia del
divino Maestro; modestia de Jesucristo que el apóstol, en palabras a los
Corintios, coloca al mismo nivel que la mansedumbre, que fue una de sus
virtudes más queridas y casi su virtud característica: «Yo, Pablo, os exhorto por la mansedumbre y por la modestia de Cristo»;
y, a la luz de un modelo tan perfecto, reforma todas tus actuaciones externas,
que son el espejo fiel que manifiesta las inclinaciones de tu interior.
No
olvides nunca, oh Anita, a este divino modelo; imagínate que contemplas cierta amable
majestad en su presencia; cierta grata autoridad en su hablar; cierta agradable
compostura en su andar, en su mirar, en su hablar, en su dialogar; cierta dulce
serenidad en el rostro; imagínate el semblante de aquel rostro tan sereno y tan
dulce con el que atraía hacia sí las multitudes, las sacaba de las ciudades y
de los poblados, llevándolas a los montes, a los bosques, a lugares solitarios,
y a las playas desiertas del mar, olvidándose incluso de comer, de beber y de
sus obligaciones domésticas.
Sí,
procuremos copiar en nosotros, en cuanto nos es posible, acciones tan modestas,
tan decorosas; y esforcémonos, en cuanto es posible, por asemejarnos a él en el
tiempo, para ser después más perfectos y más semejantes a él por toda la
eternidad en la Jerusalén
celestial.
(25 de julio de 1915, a Anita Rodote – Ep. III,
p. 86)
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